miércoles, 21 de diciembre de 2011

Trance de septiembre



Esa angosta tarde de septiembre del año 2009, en la que no cabían todos los recuerdos, Josefina traía a su mente, de forma inconsciente, las imágenes de aquella fecha incierta de marzo de 1982. Sentada en un sofá, respiraba la atmósfera inconfundible que caracteriza a la casa de una anciana. Sus viejos muebles no contaban historias; las guardaban para sí entre las grietas que el tiempo esculpía en sus cuerpos inertes. La luz crepuscular del ocaso entraba, débilmente, por los cristales de la sucia ventana y llenaba su corazón de emociones intensas; emociones que venía cumulando desde que abrió los ojos a las 7:13 a.m.

Después de vivir tantos años en este mundo abyecto, no entendía cómo podían existir seres tan desalmados; y eso que en 1982 ya tenía 41 años sobre la espalda. Paralizada, en un estado como de trance. Cualquiera hubiese pensado que sobre la pared de la sala se proyectaba una lóbrega película en un lenguaje críptico que solo sus ojos podían descifrar. No comió ni bebió nada. Limitó sus movimientos corporales a parpadeos y contracciones provocadas por el llanto que se alimentaba, y crecía, con cada recuerdo:

“Entraron, por la mañana, los hombres-bestia al pueblo; los primeros que se enteraron avisaron a cuantos pudieron. Josefina fue de las afortunadas que fueron advertidas. Cuando recibió la noticia, las piernas dejaron de responderle y sus manos adoptaron la consistencia de una piedra. –Derramó la primera lágrima sobre el sofá–.Después de algunos minutos, que tal vez fueron segundos, reaccionó, corrió sin idea exacta del rumbo que tomaban sus pies. Su esposo y sus hijos habían ido a la iglesia; ella no había asistido ese domingo (“sí, era domingo”, recordó) porque debía hacer los tamales del almuerzo que habían organizado para el cumpleaños de su esposo. Afortunadamente, ya habían ido dos hombres a dar el “aviso” a la iglesia; “ya les avisaron” pensó y continuó corriendo. –La tercera lágrima estuvo más cerca de la segunda que la segunda de la primera.

Después de correr por varios minutos, llegó, junto a otras personas, a un lugar seguro: Una pequeña colina, llena de vegetación, desde la que se veía el pequeño pueblo. Observó cómo los hombres-bestia disparaban hacia todas direcciones con el único fin de… ¿Con qué objetivo disparaban?… ¿Porqué los mataban?… Separaban a los sobrevivientes: los hombres, en la casa de Mauricio; las mujeres y los niños, en la escuela. –Su llanto crecía lentamente–. La iglesia, fue la primera construcción que ardió en llamas; afortunadamente, “habían sido advertidos”. Las llamas consumían aquel inmueble, como si Satanás, herido por las alabanzas a Jesús, hubiese querido arrancar del pueblo la casa del Señor, y no dejar ni las cenizas. Su cerebro estaba tan perplejo por aquella imagen, que sus ojos absorbían toda su atención, hasta que sus oídos se llenaron con un sonido que reconoció, únicamente, como el ruido de la pesadilla que había tenido cuando era niña: soñó el infierno… y escuchó los gritos de las almas que sufrían. ¡La iglesia albergaba gente viva en sus entrañas ardientes! “¿No les habían avisado?”. –Su llanto fue entonces incontrolable–.
Federico y Esteban juraron con crucifijo en mano que habían advertido del peligro a la congregación y que, guiados por las palabras de su pastor, resolvieron “De aquí no nos movemos, Dios salvará nuestras vidas. Así como salvó a Daniel de los leones. Así como salvó a Sadrac, Mesac y Abed-nego”. Era tarde para salvarlos, los gritos aterraban los tímpanos de todos los sobrevivientes que allí se encontraban. –Lloró en su sala, como había llorado el día en el que se quemó la iglesia. Se orinó sobre el sofá. No se percató de eso, no estaba en el presente.

Con la llegada del ocaso, comprendieron un poco mejor su condición: Nadie había sacado de su casa más que lo que llevaban puesto, tampoco tenían comida, el frío empezaba a sentirse amenazante sobre la piel y habrían personas a quienes no volverían a ver. Los hombres-bestia mataban los animales comestibles del pueblo y obligaban a algunas mujeres a cocinarlos para satisfacer su hambre de animales mitológicos. Josefina continuaba llorando la muerte de su esposo y sus hijos; la consolaba un poco el pensar que “murieron en la casa de Dios”. Seguramente había otras personas llorando; ella solamente reproducía la fresca imagen del fuego sobre el lienzo tembloroso de su mente, para hundirse en su dolor. –Gemía sin abrir la boca y su corazón latía como buscando una salida dentro de su pecho atormentado.

Al día siguiente, después de pasar la noche bajo la luz de la luna y sobre la helada tierra, los hombres-bestia continuaban obligando a algunas de las mujeres a cocinar para ellos. Actuaban como si no tuviesen planeado partir nuca. Después de un par de horas, se observaba una fila de hombres-bestia que esperaban impacientes (se notaba en sus acciones)… violarían a las jóvenes sobrevivientes. –Sintió dolor en el pecho, pero no se contrajo ni reaccionó como suelen hacerlo los cuerpos ante un dolor de esa naturaleza.

Durante la tarde del segundo día, los hombres-bestia se divirtieron de la manera más vil que pudo haber anidado en la memoria de Josefina: “Matando niños y jugando con sus cadáveres”. Josefina observaba, desde aquella colina, cómo uno de ellos tomaba por los pies a un bebé recién nacido y lo estrellaba contra el suelo; los otros pateaban el cadáver sangriento simulando un juego de futbol. Otro de ellos, colocando a otro bebé sobre una mesa, tomó entre sus manos una roca grande y la estrelló, con la fuerza del odio en las venas, contra la cabeza del niño. –El recuerdo llenó por completo las vísceras de Josefina. Las lágrimas brotaban de forma profusa y bañaban por completo sus mejías, sus labios, su mentón, su cuello, su falda ya estaba empapada. La intensidad del recuerdo no cabía ya dentro de su anatomía y defecó, sentada sobre el sofá… qué iba a andar sintiendo si, de todos modos, ella no estaba presente en el mundo físico.

Al tercer día, desde muy temprano, elegían hombres al azar y los sacaban de la casa de Mauricio para torturarlos hasta matarlos. Repetían el mismo procedimiento con todos, algo les preguntaban pero el sonido llegaba ya sin fuerza hasta donde estaba Josefina. Fueron varios, quizá trece, los hombres que fueron torturados. Por la tarde, los soldados (sí, así se llamaban: “soldados”) se movilizaron de una forma que sólo dejaba claro que abandonarían, por fin, aquel lugar. Incendiaron la casa de Mauricio, con todos los hombres dentro de ella. Quemaron también la escuela, llena de mujeres y niños. Aquellos gritos que salían de la iglesia, volvían a invadir la atmósfera de aquel pueblo pero ahora, provenían de la escuela y de la casa de Mauricio. –Los gritos, las peticiones de auxilio, los gemidos, la imagen del fuego… hincharon las arterias de Josefina hasta llenar su corazón con recuerdos monstruosos. Sus ojos casi desorbitados suspendieron la función del parpadeo. Sus extremidades se contrajeron como recorridos por una electricidad infernal. Su boca se abrió y dejó caer junto a las últimas lágrimas, una abundante cantidad de saliva.”

Cada 15 de septiembre, Josefina repetía la función de recuerdos  y dolores. El trance horroroso que la llevaba a visitar aquel lugar, aquel tiempo, aquella agonía; pero su corazón, con el tiempo, perdía fuerza… fue eso lo que hizo diferente ese 15 de septiembre de 2009, la impotencia de su corazón para continuar con la carga de un infierno del pasado.

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