sábado, 17 de diciembre de 2011

La carta de Santa

Llegaba la temporada navideña (de algún año que no puedo recordar) y, con ella, toda la “magia” que la caracteriza. Ernesto, como todos los otros meses del año, se preocupaba por el alimento de su familia. Todo el año realizaba trabajos diversos; con tanta necesidad, no podía escoger, hacía cualquier cosa. Sus hijos (tampoco recuerdo cuántos eran) escuchaban las preocupantes conversaciones que Ernesto solía tener con su esposa (¿alguna vez se casó?) por las noches. La pena llenaba sus ojos de lágrimas. La angustia intentaba impedir que de sus labios saliera palabra alguna, así que entre el muro invisible se abrían paso sus palabras, para salir con un tono exánime, casi moribundas.

Diciembre: mes en el que todo abunda (ofertas, deseos, abrazos, hipocresías…), excepto ofertas de trabajo.

Un buen día, volvió a casa con una muy buena noticia: sería el “Santa Clos” de algún almacén en el centro de la ciudad. Sus hijos, estaban felices: “Papá es Santa Clos”. Su esposa, respiraba mientras pensaba que “algo es algo”. A él, el pecho se le llenaba de alegría al ver la sonrisa de sus hijos al contemplar aquel traje rojo. El dinero serviría para comprar algo de comida y pagar la deuda en la tienda de doña Josefa. “Es de verdad” exclamaban los pequeños mientras sus labios dibujaban esa forma que sólo la inocencia puede delinear con tanta precisión.

Camino al almacén, en su primer día de trabajo como “Santa”, pensaba en cuántas sonrisas, como las de sus hijos, dibujaría ese día. Había ensayado el “jo-jo-jo” mientras se bañaba por la mañana. La barriga la conseguiría con unas camisas y pantalones que había llevado de su casa. El tráfico avanzaba de manera lenta, desesperante, así que decidió caminar; después de todo, no faltaban muchas cuadras.

Al llegar, su entusiasmo -el entusiasmo el primer día de trabajo- lo hizo meterse en aquel traje, más rápido de lo que cualquiera lo hubiese hecho. Logró llenar el traje con la ropa que llevaba (le sobraron un par de prendas). Salió dispuesto a forjar y ver sonrisas en los rostros más jóvenes de las familias. Reía de forma mediocre pero entusiasmada. “Jo-jo-jo ¡feliz navidad pequeñín!” repetía como si fuese penitencia.

El primer niño se acercó a Santa, con un brillo en los ojos de diamante a medio día. “Santa, ¿qué me traerás esta navidad?” preguntó con voz dulce. Ernesto respondió torpemente: “Lo que desees. Eso sí, si te portaste bien durante el año.” No sabía que, con esa respuesta, había dejado de ser Ernesto, para convertirse, poco a poco, en Santa Clos. Y así continuó el día recibiendo niños y creyéndose Santa.

Después de haber prometido tantas cosas absurdas, como un poni o una gigantesca casa de chocolate, lo azotó un pensamiento asesino –asesino de su paz-: ¿Cómo es que prometía, desmesuradamente, cuanta cosa pidieran los niños y no podía comprar, ni siquiera, comida “digna” para sus hijos?. La tristeza lo llenó hasta dolerle en las articulaciones; aunque aún no sé si fue él quien se puso triste o el nuevo ser que era (Santa). “Hay que seguir con esto de todos modos. Es mi deber.” Se dijo con esa voz con la que se hablan a sí mismas las personas; aunque, no siempre es la voz  propia ¿o es que nadie se da cuenta que esa voz viene de otro mundo, de otra parte de nosotros que no es la boca? Quizá por eso suene tan distinta.

Santa continuó ofreciendo cosas a los niños que, sin dudar de su existencia, se acercaban a pedirle cuanta cosa les viniera a la mente. Él accedía a regalarles lo que fuera; para eso le pagaban de todos modos. Con cada infantil deseo, su corazón se llenaba de dolores con olor a cadáver descompuesto que caían, con cada petición, como gotas en una bartolina metafísica. Con esfuerzo para contener las lágrimas, Ernesto (o Santa… o… ¿quién era a esas alturas?) continuaba gritando su “jo-jo-jo”. Por la tarde, el dolor ya era suficiente como para dejar aquel traje tirado ahí, a la mitad de la acera, e irse a casa para abrazar a sus hijos y continuar, al otro día, buscando empleo. Pero no se fue, era tarea de Santa hacer felices a los niños, aunque fuese con promesas falsas. Un niño le extendió la mano, dándole un papel y un lápiz. “Para que apuntes mi regalo, no vaya siendo que se te olvide…” le dijo aquel pequeño que después le dijo que podía quedarse con aquel lápiz. Era lógico: no era justo que Santa regalara tantas cosas y nadie le regalara a él absolutamente nada.

Cuando cayó la noche y aquel almacén dio por finalizado el día, Santa (o Ernesto… o… ¿quién era a esas alturas?) ordenó a sus pies que lo llevaran a casa… ¿a qué casa?… Quiso conservar el traje puesto aquella noche; aunque tal vez el cansancio ayudó a no querer quitárselo. Caminó extenuado por las calles llenas de lucecitas, renos y pascuas. No tomaría el autobús, regresaría caminando. Con cada paso recordaba una sonrisa y, cuando se terminaron las sonrisas para recordar, inventó nuevas… y nuevos deseos. Parecía jugar un ritual en el que el dolor es placer; un ritual en el que se desea sufrir, nada más. Recordaba a los hijos de Ernesto (¿no eran los suyos?) y a los que, como ellos, no recibirían regalo esa navidad a pesar de haberse portado bien. Empezaba a odiar a Santa… empezaba a odiarse. Cruzando lentamente aquel gran puente con vista hacia barrios pobres y desdichados, se paró a observar las luces. Observó aquel espectáculo de luces de pobreza; sólo alguien que hubiese visto de día aquel lugar, sabría, viendo sólo sus luces, que era un barrio pobre.

Si Santa no repartía regalos a niños pobres y ricos por igual: no era justo. “Voy a matar a Santa; nunca volverá a mentir” dijo con la mente, pues, si lo hubiese dicho en voz alta, Santa hubiese escapado aterrado. Así que de su bolsa sacó el papel y el lápiz que le había obsequiado aquel pequeño admirador y escribió (ya que todos gustaban de oírlo decir las cosas más absurdas): “Fui al tercer polo. Los niños que viven en el fuego también merecen un regalo. Los voy a hacer felices en su ardiente navidad. Att. Santa Clos / posdata: esta navidad, no habrán regalos”. Al terminar de escribir, se quitó una bota y la puso en el suelo, sobre la carta que había escrito. Susurró: “Vuela Santa, hoy no hay renos… no hay trineo” y se lanzó hacia el vacío, dejando en el trayecto la ropa que rellenaba su traje. El viento desgarraba sus últimas palabras y las esparcía por los poros del aire. Aquel cuerpo rojo, si hubiese sido de día, hubiese sido una gota de sangre que cae desde una herida.

De su muerte, me enteré por los periódicos; de su vida, por la luna.




Pueden leer más de lo que escribo en http://pianomarv.wordpress.com/


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