Llegaba la temporada navideña (de algún año que no puedo recordar) y,
con ella, toda la “magia” que la caracteriza. Ernesto, como todos los
otros meses del año, se preocupaba por el alimento de su familia. Todo
el año realizaba trabajos diversos; con tanta necesidad, no podía
escoger, hacía cualquier cosa. Sus hijos (tampoco recuerdo cuántos eran)
escuchaban las preocupantes conversaciones que Ernesto solía tener con
su esposa (¿alguna vez se casó?) por las noches. La pena llenaba sus
ojos de lágrimas. La angustia intentaba impedir que de sus labios
saliera palabra alguna, así que entre el muro invisible se abrían paso
sus palabras, para salir con un tono exánime, casi moribundas.
Diciembre: mes en el que todo abunda (ofertas, deseos, abrazos, hipocresías…), excepto ofertas de trabajo.
Un buen día, volvió a casa con una muy buena noticia: sería el “Santa
Clos” de algún almacén en el centro de la ciudad. Sus hijos, estaban
felices: “Papá es Santa Clos”. Su esposa, respiraba mientras pensaba que
“algo es algo”. A él, el pecho se le llenaba de alegría al ver la
sonrisa de sus hijos al contemplar aquel traje rojo. El dinero serviría
para comprar algo de comida y pagar la deuda en la tienda de doña
Josefa. “Es de verdad” exclamaban los pequeños mientras sus labios
dibujaban esa forma que sólo la inocencia puede delinear con tanta
precisión.
Camino al almacén, en su primer día de trabajo como “Santa”, pensaba
en cuántas sonrisas, como las de sus hijos, dibujaría ese día. Había
ensayado el “jo-jo-jo” mientras se bañaba por la mañana. La barriga la
conseguiría con unas camisas y pantalones que había llevado de su casa.
El tráfico avanzaba de manera lenta, desesperante, así que decidió
caminar; después de todo, no faltaban muchas cuadras.
Al llegar, su entusiasmo -el entusiasmo el primer día de trabajo- lo
hizo meterse en aquel traje, más rápido de lo que cualquiera lo hubiese
hecho. Logró llenar el traje con la ropa que llevaba (le sobraron un par
de prendas). Salió dispuesto a forjar y ver sonrisas en los rostros más
jóvenes de las familias. Reía de forma mediocre pero entusiasmada.
“Jo-jo-jo ¡feliz navidad pequeñín!” repetía como si fuese penitencia.
El primer niño se acercó a Santa, con un brillo en los ojos de
diamante a medio día. “Santa, ¿qué me traerás esta navidad?” preguntó
con voz dulce. Ernesto respondió torpemente: “Lo que desees. Eso sí, si
te portaste bien durante el año.” No sabía que, con esa respuesta, había
dejado de ser Ernesto, para convertirse, poco a poco, en Santa Clos. Y
así continuó el día recibiendo niños y creyéndose Santa.
Después de haber prometido tantas cosas absurdas, como un poni o una
gigantesca casa de chocolate, lo azotó un pensamiento asesino –asesino
de su paz-: ¿Cómo es que prometía, desmesuradamente, cuanta cosa
pidieran los niños y no podía comprar, ni siquiera, comida “digna” para
sus hijos?. La tristeza lo llenó hasta dolerle en las articulaciones;
aunque aún no sé si fue él quien se puso triste o el nuevo ser que era
(Santa). “Hay que seguir con esto de todos modos. Es mi deber.” Se dijo
con esa voz con la que se hablan a sí mismas las personas; aunque, no
siempre es la voz propia ¿o es que nadie se da cuenta que esa voz viene
de otro mundo, de otra parte de nosotros que no es la boca? Quizá por
eso suene tan distinta.
Santa continuó ofreciendo cosas a los niños que, sin dudar de su
existencia, se acercaban a pedirle cuanta cosa les viniera a la mente.
Él accedía a regalarles lo que fuera; para eso le pagaban de todos
modos. Con cada infantil deseo, su corazón se llenaba de dolores con
olor a cadáver descompuesto que caían, con cada petición, como gotas en
una bartolina metafísica. Con esfuerzo para contener las lágrimas,
Ernesto (o Santa… o… ¿quién era a esas alturas?) continuaba gritando su
“jo-jo-jo”. Por la tarde, el dolor ya era suficiente como para dejar
aquel traje tirado ahí, a la mitad de la acera, e irse a casa para
abrazar a sus hijos y continuar, al otro día, buscando empleo. Pero no
se fue, era tarea de Santa hacer felices a los niños, aunque fuese con
promesas falsas. Un niño le extendió la mano, dándole un papel y un
lápiz. “Para que apuntes mi regalo, no vaya siendo que se te olvide…” le
dijo aquel pequeño que después le dijo que podía quedarse con aquel
lápiz. Era lógico: no era justo que Santa regalara tantas cosas y nadie
le regalara a él absolutamente nada.
Cuando cayó la noche y aquel almacén dio por finalizado el día, Santa
(o Ernesto… o… ¿quién era a esas alturas?) ordenó a sus pies que lo
llevaran a casa… ¿a qué casa?… Quiso conservar el traje puesto aquella
noche; aunque tal vez el cansancio ayudó a no querer quitárselo. Caminó
extenuado por las calles llenas de lucecitas, renos y pascuas. No
tomaría el autobús, regresaría caminando. Con cada paso recordaba una
sonrisa y, cuando se terminaron las sonrisas para recordar, inventó
nuevas… y nuevos deseos. Parecía jugar un ritual en el que el dolor es
placer; un ritual en el que se desea sufrir, nada más. Recordaba a los
hijos de Ernesto (¿no eran los suyos?) y a los que, como ellos, no
recibirían regalo esa navidad a pesar de haberse portado bien. Empezaba a
odiar a Santa… empezaba a odiarse. Cruzando lentamente aquel gran
puente con vista hacia barrios pobres y desdichados, se paró a observar
las luces. Observó aquel espectáculo de luces de pobreza; sólo alguien
que hubiese visto de día aquel lugar, sabría, viendo sólo sus luces, que
era un barrio pobre.
Si Santa no repartía regalos a niños pobres y ricos por igual: no era
justo. “Voy a matar a Santa; nunca volverá a mentir” dijo con la mente,
pues, si lo hubiese dicho en voz alta, Santa hubiese escapado aterrado.
Así que de su bolsa sacó el papel y el lápiz que le había obsequiado
aquel pequeño admirador y escribió (ya que todos gustaban de oírlo decir
las cosas más absurdas): “Fui al tercer polo. Los niños que viven en el
fuego también merecen un regalo. Los voy a hacer felices en su ardiente
navidad. Att. Santa Clos / posdata: esta navidad, no habrán regalos”.
Al terminar de escribir, se quitó una bota y la puso en el suelo, sobre
la carta que había escrito. Susurró: “Vuela Santa, hoy no hay renos… no
hay trineo” y se lanzó hacia el vacío, dejando en el trayecto la ropa
que rellenaba su traje. El viento desgarraba sus últimas palabras y las
esparcía por los poros del aire. Aquel cuerpo rojo, si hubiese sido de
día, hubiese sido una gota de sangre que cae desde una herida.
De su muerte, me enteré por los periódicos; de su vida, por la luna.
Pueden leer más de lo que escribo en http://pianomarv.wordpress.com/
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